Al comienzo, calor. Durante los primeros setecientos millones de años de su existencia —desde su formación, hace 4.500 millones de años, hasta hace unos 3.800 millones de años— la superficie terrestre bullía de calor y de energía. Poco a poco, al irse enfriando el magma, algunos minerales fueron cristalizando y formando la litosfera, una delgada envoltura sólida, agrietada y rota en placas, que recubre el planeta desde entonces. De aquella época inicial apenas nos queda ninguna roca, pues las frágiles y finas placas primitivas, movidas por las corrientes del manto fluído sobre el que flotaban, se hundían repetidamente al poco tiempo de formarse. Al hundirse, el aumento de la presión y de las temperaturas derretían las rocas y reconvertían los minerales en una masa ígnea, a la vez que en otras zonas el magma ascendía y se solidificaba. El proceso de formación y destrucción de corteza era semejante al que todavía sigue ocurriendo hoy en la Tierra, pero mucho más rápido y enérgico.
En aquel primer eón de nombre mítico, Hadeense, el clima debió ser pavoroso. El planeta giraba más deprisa: los días y las noches eran más cortos. La superficie, entre sólida y viscosa, burbujeante e incandescente, estaba plagada de cráteres y de chimeneas volcánicas de las que emanaban desde el interior de la Tierra sustancias volátiles. Algunos de los gases arrojados, como el hidrógeno, demasiado ligeros, se escapaban para siempre al espacio extraterrestre; otros, como el amoniaco, eran descompuestos por la radiación solar. A partir de los gases resultantes más pesados, que la gravedad mantuvo pegados al planeta, se fue formando la atmósfera primitiva: la envoltura gaseosa de la Tierra. Una atmósfera que era bastante diferente a la actual. Cargada de electricidad y afectada por continuas tormentas. Muy húmeda y con un cielo permanentemente sucio. Oscurecida por las nubes sulfurosas que emitían los volcanes y por el polvo levantado tras la colisión incesante de meteoritos. Con temperaturas muy altas en las capas bajas del aire, debido a la abundancia de gases de efecto invernadero.
Meteoritos
La fuente principal de calor de la atmósfera era el propio suelo, que se mantenía incandescente a causa, en primer lugar, del bombardeo de pequeños y grandes meteoritos. La atracción gravitatoria seguía añadiendo material a la bola terrestre, que —al igual que el Sol y los demás planetas— continuaba formándose a partir de la adherencia de los gases y partículas de una nebulosa de existencia anterior. La energía cinética de los bólidos se transformaba en calor al colisionar con la superficie de la Tierra. Algunos de estos impactos debió ser enorme. Probablemente de uno de ellos se desgajó temprano la Luna, que a su vez continuó siendo acribillada por más meteoritos, que horadaron en su superficie los grandes cráteres que, a falta de atmósfera y de una erosión posterior que los borrase, son visibles todavía.
Radiactividad
El otro gran flujo energético que alcanzaba la superficie terrestre procedía del interior planetario, del calor desprendido en la desintegración nuclear de elementos químicos radiactivos, como el potasio-40, el iodo-129, el thorio-232, el uranio-235, etc., muy abundantes aún en el magma. En la actualidad, el flujo global de calor proveniente del interior terrestre es muy bajo (sólamente 0,06 W/m2 , frente a 240 W/m2 que proceden del Sol), pero en los primeros tiempos, con un manto muy radiactivo, era tremendo.
En aquel primer eón de nombre mítico, Hadeense, el clima debió ser pavoroso. El planeta giraba más deprisa: los días y las noches eran más cortos. La superficie, entre sólida y viscosa, burbujeante e incandescente, estaba plagada de cráteres y de chimeneas volcánicas de las que emanaban desde el interior de la Tierra sustancias volátiles. Algunos de los gases arrojados, como el hidrógeno, demasiado ligeros, se escapaban para siempre al espacio extraterrestre; otros, como el amoniaco, eran descompuestos por la radiación solar. A partir de los gases resultantes más pesados, que la gravedad mantuvo pegados al planeta, se fue formando la atmósfera primitiva: la envoltura gaseosa de la Tierra. Una atmósfera que era bastante diferente a la actual. Cargada de electricidad y afectada por continuas tormentas. Muy húmeda y con un cielo permanentemente sucio. Oscurecida por las nubes sulfurosas que emitían los volcanes y por el polvo levantado tras la colisión incesante de meteoritos. Con temperaturas muy altas en las capas bajas del aire, debido a la abundancia de gases de efecto invernadero.
Meteoritos
La fuente principal de calor de la atmósfera era el propio suelo, que se mantenía incandescente a causa, en primer lugar, del bombardeo de pequeños y grandes meteoritos. La atracción gravitatoria seguía añadiendo material a la bola terrestre, que —al igual que el Sol y los demás planetas— continuaba formándose a partir de la adherencia de los gases y partículas de una nebulosa de existencia anterior. La energía cinética de los bólidos se transformaba en calor al colisionar con la superficie de la Tierra. Algunos de estos impactos debió ser enorme. Probablemente de uno de ellos se desgajó temprano la Luna, que a su vez continuó siendo acribillada por más meteoritos, que horadaron en su superficie los grandes cráteres que, a falta de atmósfera y de una erosión posterior que los borrase, son visibles todavía.
Radiactividad
El otro gran flujo energético que alcanzaba la superficie terrestre procedía del interior planetario, del calor desprendido en la desintegración nuclear de elementos químicos radiactivos, como el potasio-40, el iodo-129, el thorio-232, el uranio-235, etc., muy abundantes aún en el magma. En la actualidad, el flujo global de calor proveniente del interior terrestre es muy bajo (sólamente 0,06 W/m2 , frente a 240 W/m2 que proceden del Sol), pero en los primeros tiempos, con un manto muy radiactivo, era tremendo.
El Sol
El Sol también calentaba la superficie terrestre. Sin embargo, la intensidad de la radiación solar era entonces muy inferior a la actual. Todavía el Sol era una estrella en su infancia, con poco helio, lo que se traducía en un 20 o un 30 % menos de luminosidad. Por lo tanto, a diferencia de lo que ocurre hoy, aportaba a la superficie terrestre menos calor que la propia radiactividad interna del planeta o que los impactos meteoríticos.
El Sol también calentaba la superficie terrestre. Sin embargo, la intensidad de la radiación solar era entonces muy inferior a la actual. Todavía el Sol era una estrella en su infancia, con poco helio, lo que se traducía en un 20 o un 30 % menos de luminosidad. Por lo tanto, a diferencia de lo que ocurre hoy, aportaba a la superficie terrestre menos calor que la propia radiactividad interna del planeta o que los impactos meteoríticos.
Poco a poco se fue haciendo la calma. Disminuyó la radiactividad y el calor del magma. Los choques de los meteoritos dejaron de ser continuos y ocurrían ya tan sólo en oleadas muy destructivas pero, al menos, espaciadas. Aquí y allá la superficie terrestre se fue enfriando. Con el enfriamiento, el agua líquida fue ganando la partida al agua evaporada. Las lluvias diluvianas, que caían cada vez menos calientes, fueron anegando las hondonadas de la litosfera, creando los primeros océanos. Aún, de vez en cuando, el calor de los impactos meteoríticos hacía hervir el mar, que aquí o allá podía temporalmente desecarse, pero cada vez sucedía con menos frecuencia. Con menos vapor de agua en la atmósfera —potente gas invernadero—, la temperatura del aire bajaban. Y una vez que la mayor parte de la masa del agua terrestre estuvo ya en estado líquido, acumulada en unas cuencas oceánicas más estables, el planeta se buscó una nueva complicación: la vida. Hace unos 3.800 millones de años, al pricipio del eón Arqueozoico, o incluso antes, aparecieron las primeras bacterias en los océanos primigenios.
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